Cuento XXI
Lo que sucedió a un rey
joven con un filósofo a quien su padre lo había encomendado
Otra vez, hablando el Conde
Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, yo tenía un
pariente a quien quería mucho, y a su muerte dejó un hijo
muy pequeño, que se ha
criado conmigo. Por la gratitud y el cariño que siempre tuve a
su padre, y también porque
espero que él me ayude cuando su edad se lo permita, sabe
Dios que lo quiero como a un
hijo. Aunque este muchacho es muy inteligente y con el
tiempo será de la nobleza,
me gustaría mucho que su juventud no lo llevase por malos
caminos, pues la
inexperiencia de los jóvenes los engaña y no les deja ver lo más
conveniente. Por vuestro
buen entendimiento, os ruego que me digáis la manera de
conseguir que este mancebo
haga siempre lo más conveniente para su cuerpo y para su
hacienda, porque no querría
que fuera víctima de su propia juventud.
-Señor Conde Lucanor -dijo
Patronio-, para que podáis hacer por este mancebo lo
que creo mejor para él, me
gustaría que supierais lo que le pasó a un gran filósofo con
un rey joven, al que había
educado.
El conde le preguntó lo que
había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo
Patronio-, había un rey que tenía un hijo y lo
encomendó a un filósofo de
toda su confianza, para que se educara junto a él. Cuando el
rey murió, el infante era
todavía muy pequeño y siguió siendo educado por el filósofo
hasta cumplir los quince
años. Pero, al entrar en la juventud, aquel muchacho comenzó
a despreciar las enseñanzas
del sabio y a seguir las de otros consejeros que, como no
querían a sus pupilos ni
tampoco tenían obligaciones con ellos, no se preocupaban por
alejarlos del mal. Siguiendo
el joven rey ese camino, en muy poco tiempo pudo verse
cómo su salud y su hacienda
estaban arruinándose. Todo el mundo lo criticaba por
perder su salud y malgastar
su hacienda. Como la situación era cada vez peor, el sabio
que lo había educado sintió
gran dolor y pesar, pues no sabía ya qué hacer después de
haber intentado muchas veces
corregirlo con ruegos y súplicas, e incluso con dureza,
sin conseguir que cambiase
de vida ya que su juventud le impedía ser más consciente.
Comprendiendo el filósofo
que sólo le quedaba un remedio para corregirlo, pensó actuar
como oiréis.
»Empezó el filósofo a
decir de vez en cuando en la corte que él podía leer el futuro
en el vuelo y canto de las
aves, sin que nadie en el mundo lo aventajara. Tantos y tantos
nobles se lo escucharon que
el hecho llegó a oídos del joven rey, el cual, cuando lo supo,
preguntó al sabio si era
cierto que interpretaba el canto de las aves tan bien como se
decía en palacio. Aunque el
filósofo quiso negarlo en principio, al fin reconoció ser
verdad, pero le aconsejó
que nadie lo supiese. Como los jóvenes siempre están
impacientes por saber y por
hacer las cosas, el rey, que era joven, estaba ansioso por ver
cómo interpretaba los
agüeros aquel filósofo; por eso, cuanto el sabio más lo dilataba,
tanto más le insistía el
rey, que consiguió salir un día muy de mañana con el filósofo
para escuchar las aves sin
que nadie lo supiera.
»Aquel día madrugaron
mucho. El filósofo se encaminó con el rey por un valle
donde había numerosas
aldeas yermas y abandonadas y, después de pasar por muchas,
vieron una corneja que
graznaba desde un árbol. El rey se la mostró al filósofo, que hizo
como si la entendiese.
»Otra corneja comenzó
también a graznar en otro árbol y ambas estuvieron
graznando, unas veces la de
la derecha y otras la de la izquierda. Después de
escucharlas un rato, el
sabio filósofo comenzó a llorar amargamente, a romper sus
vestiduras y a dar grandes
muestras de dolor. Cuando el rey mozo así lo vio, quedó muy
asustado y preguntó al
filósofo por qué lo hacía. El sabio, sin embargo, quiso ocultarle
los motivos, pero tanto le
insistió el joven rey que el filósofo le respondió que más
quisiera estar muerto que
vivo, porque no sólo los hombres sino también las aves sabían
ya que, por su falta de
prudencia, perdería tierra y hacienda y todos harían escarnio de
su nombre. El rey joven le
pidió que se lo explicara. Le contestó el sabio que aquellas dos
cornejas habían acordado
casar a sus hijos y la que había hablado primero le dijo a la
segunda que, como el
matrimonio estaba concertado desde hacía mucho tiempo, había
llegado el momento de
celebrarlo. La otra corneja le contestó que era verdad que lo
habían acordado, mas ahora,
gracias a Dios, ella era más rica que la otra, pues desde
que reinaba aquel joven rey
estaban abandonadas todas las aldeas del valle, por lo cual
ella encontraba muchas
culebras, lagartos, sapos y otros animales que se crían en
lugares abandonados, y con
todos ellos tenía más y mejor comida, por lo que ya no era
este casamiento entre
iguales. La otra corneja, al escuchar a su comadre, empezó a reír y
le dijo que hablaba sin buen
juicio si por ese motivo quería posponer el casamiento,
pues, si Dios dejaba vivir
más a ese rey, ella sería mucho más rica porque el valle donde
vivía, que tenía diez
veces más aldeas, quedaría abandonado, por lo cual no había motivo
para aplazar el casamiento.
Y así acordaron celebrar en seguida las bodas.
»Cuando esto oyó el rey
joven, se disgustó mucho y empezó a pensar cómo había
llegado su reino a tal
estado. Viendo el filósofo la tristeza y la preocupación del rey y
que
verdaderamente quería
enmendarse, le dio muy sabios consejos, de manera que en muy
poco tiempo el rey cambió
de vida mejorando así su reino y su propia salud.
»Vos, señor conde, pues
habéis criado a ese mancebo y queréis llevarlo por el buen
camino, buscad el modo de
que con buenas palabras y con buenos ejemplos entienda
cómo debe ocuparse de sus
asuntos; pero nunca lo intentéis con insultos o castigos,
pensado que así podréis
corregirlo, porque es tal la condición de los jóvenes que en
seguida aborrecen a quien
los atosiga con recomendaciones, sobre todo si es persona de
alcurnia, pues lo toman como
una ofensa sin darse cuenta de su error, pues no hay
mejor amigo que quien
amonesta a los jóvenes para que no busquen su propio daño,
aunque ellos no lo entienden
así y se dan por ofendidos. Si os portáis duramente con él,
nacerá entre los dos tanta
antipatía que sólo os reportará perjuicios en adelante.
Al conde le agradó mucho
este consejo de Patronio, obró según él y le fue muy
bien.
Y como a don Juan le gustó
mucho este cuento, lo mandó poner en este libro e
hizo los versos que dicen
así:
No amonestes al joven con
dureza,
muéstrale su camino con
franqueza.
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